Txt About Acerca de Juan Balaguer

Juan Balaguer, the good savage

Text by Eduardo Stupía, for the solo show "Tourist", OSDE Foundation, Rosario, Argentina, 2018
 In traslation.

Juan Balaguer, el buen salvaje

Texto de Eduardo Stupía para el catálogo de la muestra Turista, Fundación OSDE, Rosario, 2018
La historia del retrato es también la historia de la apariencia, de los modos de aparecer y de mostrarse de la figura y de las fisonomías como una relación integral entre los rasgos originales, su evolución, y la arquitectura adquirida del rostro y del cuerpo. Una antología de la gestualidad, de las muecas y las posturas como signos del lenguaje comunicacional, de la pose o la actitud eventualmente auténtica o fingida del retratado, según el momento y el medio de captación de su imagen, e incluso de las circunstancias que definen su contexto y su campo de pertenencia.
 
Se ha dicho muchas veces que apariencia implica no solamente aparecer, hacerse visible, sino parecer, es decir, exhibir una suerte de imitación fidedigna de otra entidad de carácter análogo, que sería lo ‟verdadero”, siendo la apariencia su simulacro. En ese sentido, se entiende además que la topografía de los llamados atributos exteriores supone una elocuente evidencia de la identidad y, consecuentemente, de la percepción de cierta subjetividad o, si se prefiere, de cierta noción del sujeto. En cualquier caso, todo retrato es al mismo tiempo documento y ficción, constatación de una idiosincracia y conjetura de su duplicidad, revelación y maquillaje, convincente certidumbre y elusiva mascarada.
 
Juan Balaguer puede ser visto como un afable inquisidor, interpelando al delgado filo que separa la naturalidad de la impostación y el camuflaje, o bien como un catalogador que recaba información para elaborar una versión novedosa de aquellos  estudios de expresión muy de moda en la época de auge del psicoanálisis, y acaso después; esas clasificaciones que pretendían establecer taxativamente a qué transformaciones superficiales del semblante correspondían la ira, el disgusto, la alegría, la indiferencia y varias decenas más de emociones y sentimientos.
 
A la vez, habría un otro Balaguer, menos un crítico que un catalizador; un agente doble que funciona, por un lado, como un estimulador conductista que lleva de las narices al espectador proporcionándole un menú explícito de coyunturas teñidas de cotidianeidad, y por otro como el archivista antropológico que descree de los artilugios dramáticos y que propone, en los ejemplos de su galería, un set de identikit básico para resumir una tipología, al margen de resonancias y argumentos  contenidistas.
 
Entonces, ¿qué busca Balaguer?¿ Una espontaneidad fielmente plasmada en la franca referencialidad, o bien modelos para que cumplan un determinado protagonismo, donde cada uno es más un prototipo que un individuo personificado? El orígen fotográfico de muchos de sus motivos es parte del dilema, toda vez que en la magia técnica de la inexorable mímesis fotográfica esa escisión entre simulación y autenticidad pesa mucho menos que la ilusión de realidad. Es decir, la fotografía siempre es fetichistamente real, no importa la verdad o falsedad última de lo que muestra.
Pero la herramienta de Balaguer es la pintura, y es en ella donde invariablemente la bisagra endémica de la representación se resuelve bajo la forma de conflicto abierto. Porque allí donde la fotografía quiere imponerse como la escritura de lo real, allí donde el mundo se empeña en reconocerse a sí mismo en la especularidad, la pintura es el artificio de la absoluta autonomía linguística frente al objeto, la materia de ajenidad perfecta que, sin embargo, puede ser el vehículo de la rendición más pregnante. Su cercanía fenoménica, su palpabilidad visible e incontrastable, se basa precisamente en lo más volátil, en las esquivas combinatorias que puedan pergueñarse con esa absurda y arbitraria ingeniería de masas de colores, empastes, materias grasas, oleosas o plásticas, trazos, borrones y marcas.
Por eso en los pintores como Balaguer, que parecen obedientes pero que son intrínsecamente salvajes, en espíritu y carácter, la maniática pintura arremete con descaro y prepotencia, entreverada a los golpes con la investidura civilizada de sus engañadores muñecos. Las tonalidades de las carnes y la piel y las verosímiles vestimentas laten sudorosas, cubiertas de una astringente humedad donde crepitan incendiarios matices y pigmentos mordaces, como si un aluvión de vidrios rotos se hubiera incrustado en esa variopinta epidermis y ahora multiplicara un puntillismo esmerilado de otros intrusivos reflejos .
 
Mientras tanto, respirando provisoriamente en su neutralidad de vidriera, los rostros de la amable farsa de Balaguer exhiben – podría decirse que practican - una familiaridad retórica hasta el límite de lo obsceno, con la intencionada empatía de unas sonrisas y mohínes que no podemos calificar del todo como estereotipados pero que tampoco logran convencernos de su sinceridad y librarse de toda sospecha. Es el elenco estable de la urbanidad ritual en pleno berrinche de códigos endógenos, que aquí se agita trastornada y en estado crítico, bajo los efectos de una conjugación cromática y formal saturada, que Balaguer balancea magistralmente, sopesando el registro naturalista con los estratégicos excesos que le demanda su terminal circo domesticado.

Desde luego, la vitriólica incisión con la que Balaguer lascera sus títeres idealizados tiende gradientes y diferentes intensidades de mordacidad o tolerancia. Cierta  plácidez en las imágenes más hogareñas sobrevive al pronóstico burlón en una tregua de estratégica tolerancia, como si se nos ofreciera un intervalo de reposo en la carga de electricidad que corroe esta kermesse de simpáticas falacias. Allí está la familia del pintor,y el pintor mismo, en una iconografía de aparentes vacaciones. Allí está la nena acomodada en el vagón, consustanciada en su idilio de golosina, mientras la ventanilla anuncia que el paisaje se ha disuelto en el recreo de abstracción bucólica que se toma el pintor. Allá, refulge la prosaica piscina transfigurada en la virtuosa grilla del fondo geométrico, distorsionado por el agua espesa que agita la figura imprescindible, junto a la inesperada, casi monstruosa visceralidad de un otro líquido sanguinoliento, crispado de reflejos cegadores, en el que sobrenadan dos criaturas de mejillas encendidas con destellos de fiebre.
 
Poco a poco, el asunto se carga de intolerancia, de negadora exasperación, e incluso el infaltable encargado del asado es el emblema de un tímido, y universal, hartazgo; cansino e inmóvil en el dulce maniqueismo que le impone el libreto del feriado, se resigna con una sonrisita de disimulado dolor de muelas, y el manipuleo esquemático de unos instrumentos detenidos en una reacción que parece tardía frente al antipático carbón a punto de extinguirse.
El punto de vista y el encuadre forzado de la selfie le aporta a Balaguer un pretexto para encontrar un nuevo método de deformaciones y metamorfosis, para insistir en su indagación casi lombrosiana de amateur antropometrista paranoico, con la obsesión puesta en la máscara, acuciado entre el recurso de la morisqueta teatral y la presunta normalidad de la pose convencional. Incluso se priva fugazmente de comparecer en la escena grupal para estudiar la caricatura de si mismo sometido a esa dictatorial distorsión, aquí mas que nunca digna de rebautizarse falsie.

De repente, en la estribación probablemente más política de este estridente estudio de las fases de la lunación humana, irrumpe la comparsa del marketing empresarial y su delicatessen oficinesca, una superchería de plenitudes modélicas y pulgares arriba que quiere reclutarnos para las filas del régimen. Balaguer convenientemente acompaña la pulcritud hipnótica de estos espejismos inflamados en eufórica páralisis de apresto, incluyendo la correspondiente utilería con no más verismo que el de un museo de cera, más algun agregado escenográfico de una vulgaridad perfectamente compatible, que parece extraído de algun anacrónico banco de imágenes. Y también vuelve a satirizar la homogénea supervivencia de sus demagógicos muñecos con grumos, salpicados, balbuceos gráficos, extraños garabatos, guardas y orlas improvisadas entre pinceladas extemporáneas y chorreaduras. Son los deshechos residuales de un arrabal: la periferia del oficio de Balaguer, su cuantioso reservorio, que sigue ardiendo como una comezón colateral, un mal comportamiento pictórico para desmembrar cualquier sospecha de fascinación acrítica con la imagen.

Balaguer titula a su muestra Turista e inmediatamente pensamos en la bien conocida etimología de la palabra, que incluye tour, y de ahí tournée, gira, y de ahí tornar y retornar, y de ahí la remisión al origen primigenio del griego tornos, que ahora nombra la pieza mecánica que gira y gira y que, como tal, siempre vuelve y se detiene en un punto que es de llegada y de partida. TURISTA es el obrero autómata atrapado en la plusvalía del movimiento constante, nunca lineal y sí circular, porque el turista, el que se va de gira, vuelve siempre al lugar del cual partió, una inadvertida fatalidad que es al mismo tiempo variación situacional y repetición infinita del acto y del síntoma. Y así el tiempo de la experiencia es, en él, inevitablemente corto, mutilado, mientras que la rueda kármica de su rol lo condena a la noria eterna. El turista participa de todo y no queda en nada, y es pasajero no sólo porque está de paso sino porque su propia corporeidad es gaseosa, transitoria e intercambiable.
 
En los turistas de la aerolínea Balaguer, esa transitoriedad parece corroborarse no en el eventual paisaje representativo ni en los ambientes o locaciones, sino en el modo en que se ven inscriptos en la geografía del país de la pintura, como si esta fuera la aduana y el territorio que acoge, da sentido y direcciona a esos personajes mientras delata su fatal autoexpulsión del campo donde se los exhibe. Los viajeros sin equipaje de Balaguer no son reflexiones retratísticas mundanas sino fastuosas, astutas sombras policromadas de bulto bello, lábiles y seductoras en su erotismo politicamente correcto, eficazmente incorporadas a usanzas y hábitos, y que intentan instalar entre sí, y con el espectador, precisos patterns de semejanza, de complicidad e intimidad. El artista medium los invoca haciendo de la ilusión narrativa una forma engalanada del espiritismo, justamente para que se vean  habitando en ningun otro lugar que no sea el de la fantasía autorreferencial, como intermitentes artefactos pintados.
 
Eduardo Stupía, marzo 2018.